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Creative Control

Caratula de "Creative Control"

Crítica:

Público apropiado: Adultos

Brooklyn, en un futuro no muy lejano. David, un ejecutivo de publicidad obsesionado con la más moderna tecnología, trabaja en la campaña para lanzar unas revolucionarias gafas de realidad aumentada que permiten ver el entorno, grabarlo o modificarlo, de tal modo que lo virtual y lo real se funden en una nueva realidad, virtual sí, pero con forma de lo real. David piensa que ese objeto impactante puede ser el instrumento para una nueva forma de arte, por lo que, para promocionarlo, recurre a Reggie Watts, artista reconocido por su imaginación creativa. El joven ejecutivo usa también las gafas para experimentar personalmente sus posibilidades y pronto empieza a deslizarse sin freno ni control por los sugerentes y atrayentes meandros de la tecnología, hasta convertirse en un adicto a las relaciones virtuales, que ejercen sobre él un efecto placebo para sus angustias, pero no consiguen dominarlas.

Benjamin Dickinson -director, guionista e intérprete principal de esta cinta – nos ofrece un film en blanco y negro, que se combina con el color cuando el avatar de David toma cuerpo, ilustrado con pasajes de música clásica –Mozart, Vivaldi, Bach…-, con imágenes bellísimas de una Nueva York inquietante, con sus edificios acristalados, en un mundo sin intimidad. Pero esa fría transparencia no significa mayor cercanía entre las personas. No hay ningún atisbo de ternura entre personas que se comprenden y se aman. Las relaciones son a través de pantallas, porque cada uno se ha convertido en una suerte de realidad técnica autosuciente.

Si bien el argumento de las gafas de realidad aumentada es un supuesto en cierto modo futurista (algo de eso existe ya), la problemática que conlleva, o, incluso, que sirve de caldo de cultivo a los efectos de las nuevas tecnológicas, es ancestral: la angustia del hombre que se curva sobre sí mismo en busca de sensaciones y acaba siendo incapaz de establecer una relación humana mínimamente cálida y valiosa. El mismo David explica que desde que vive con su novia, paradójicamente, es como si la conociera menos, de hecho, se ha convertido en una extraña para él. Efectivamente estar cerca de una persona no implica que se cree un verdadero encuentro entre ambos, pero, en esas circunstancias de vecindad física el aislamiento de cada uno aparece como más absurdo y la soledad más lacerante. David no es sólo un ejecutivo estresado por el trabajo, sino que vive envuelto en una constante ansiedad provocada por el sinsentido de su vida. Para anestesiar el vértigo de asomarse a su vacío interior, consume drogas de efecto instantáneo, abusa del alcohol y acaba buscando desahogar sus fantasías sexuales en la seguridad de una imagen virtual. Pero todo es pura ficción, y el hombre que no establece vínculos sólidos se aboca irremisiblemente a su destrucción personal. En la película aparecen constantemente grupos de personas interactuando, pero cada uno permanece envuelto en su cápsula, urgido por permanentes e inútiles apelaciones que le llevan a permanecer en ese nivel de hiperactividad y profunda soledad. En una escena sobrecogedora, el angustiado David intenta atender a los mensajes y vídeos que se superponen sin parar, creando una confusión cada vez más densa y agresiva, que consigue dejar sin aliento al espectador.

El film es como el aciago negativo del gran ausente de la historia, el hombre fiel a sí mismo, a su propia naturaleza de ser-en-relación abierto a la trascendencia. Es decir, la película no plantea preguntas antropológicas ni filosóficas, sólo muestra un escenario posible en un futuro cercano y al espectador le corresponde reformular la situación de ese pretendido «mundo feliz», que, finalmente resulta ser castrante porque no tiene más recorrido que una huida a base de drogas y fantasías morbosas que conduce al absurdo y al tedio.

 

 

 

 

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