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El castillo de cristal

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: jóvenes

Como padre dejaba mucho que desear, pero enseñó a sus cuatro hijos a encarar la vida afanándose en cosas esenciales y a desasirse de los miedos. Así lo recordó Jeanette Walls en su biografía y lo ha llevado a las pantallas Destin Cretton (que ya nos encandiló en Las vidas de Grace) en El castillo de cristal, donde intervienen la oscarizada Brie Larson, por Room, Naomi Watts y Woody Harrelson.

Basada en hechos reales, el matrimonio de Rex (Woody Harrelson: el duelo, La delgada línea roja, En tierra de hombres…) y su mujer (Naomi Watts: King Kong, Birdman, St. Vincent, Diana…), una pintora apasionada por el arte moderno, es todo menos convencional. Él es carismático y atrevido. Enseña a sus hijos física, geología, antropología y conocimientos varios desde el terreno. Suple, así, la formación que no reciben en la escuela, pues la familia siempre va de acá para allá sin atenerse a normas y ataduras sociales. Los Walls viven errantes, ocupan viviendas vacías y sobreviven trampeando.

En esa vorágine de viajes, pernoctaciones al raso, huidas de hospitales para no abonar los costes de atenciones médicas y un largo etcétera arrastran a sus cuatro hijos, quienes aprenden a cuidar de sí, van creciendo en esta forma de vida y contemplan los excesos de su padre, alcohólico compulsivo, que dilapida el poco dinero que consiguen en bebida. Ellos pasan hambre y, ya mayores, van decidiendo que el castillo de cristal, que su padre promete edificarles para vivir como una familia normal, no llegará nunca.

Ya mayor es Jeanette Walls, periodista y escritora (su libro Castillo de cristal, estuvo 100 semanas en la lista del New York Times, La estrella de plata, Caballos salvajes), quien narra todas las vicisitudes de su familia en un libro. Ella era la preferida de su padre y vivió aquellos sucesos en los que se vieron envueltos, con los que aprendieron a vivir y a sufrir por la acusada personalidad de sus progenitores.

Nos cuenta como la infancia de su padre le dejó marcado (visitan a sus abuelos paternos y constatan la rigidez y dureza del trato). Cualquier muestra mínima de afecto estaba ausente en la casa donde creció Rex. Al final de su vida reconocería a Jeanette que se había odiado siempre. Su consecuencia era su autodestrucción por la bebida.

Antes de casarse Jeanette, ella y sus hermanos descubrieron que sus padres les habían guardado un secreto que les hubiera hecho mucho más cómoda su infancia y juventud, lo que motivó que ella, sobre todo, y sus hermanos, llegaran a odiarlos y no quisieran volver a verlos.

Con todo, los hermanos Walls han experimentado que tanto Rex como su madre, les han querido y eso es algo a lo que hay que mirar y valorar. Este reconocimiento no será automático y llevará a Jeanette, la protagonista del filme, a hacer cuentas con lo vivido y aprendido.

El guion de Marti Noxon nos va conduciendo paulatinamente a ello. En esa transición observamos también el pulso dramático del director Destin Cretton, siguiendo la estela de aquella maravillosa cinta como fue Las vidas de Grace. Cretton se toma su tiempo, reflejado en los 127 minutos de metraje: sin ese tiempo, cerrar la cuestión proponiendo el buenismo de los hijos para con sus padres hubiera sido una traición a unos y otros. Y por eso se lo agradecemos.

El castillo de cristal es el reconocimiento de una verdad: el que realiza Jeanette Walls de sus padres donde no puede faltar la piedad y el perdón, porque a pesar de las excentricidades de ambos y de las penurias vividas con ellos, también les quisieron y les enseñaron a vivir y a captar lo esencial; aquello que tiene sus pulsiones en la carne y la sangre, como es reconocer en acto, cuando sucede, el cumplimiento del deseo de plenitud y sentido que nos constituye.

 

 

 

 

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