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Muchos hijos, un mono y un castillo

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: adultos

Experiencia alucinógena, disparate mayúsculo, entrañable ditirambo, la obra pergeñada por Gustavo Salmerón nos lega múltiples sensaciones en nuestras saturada y estragadas retinas.

El espectador va oscilando entre la carcajada mas estruendosa a una acerada melancolía transitando, sin descanso posible, hacia una potentísima emulsión de vitriolo. De la mano de Julia Salmerón, genuina protagonista de la cinta dirigida por su hijo, da comienzo una búsqueda de linaje azconiano/berlanguiano (no en vano la banda sonora recuerda poderosamente a la descomunal Placido). En esta fascinante exploración familiar nos iremos sumergiendo en una disparatada aventura que toma como pretexto la búsqueda de dos vértebras entre un desbarajustado batiburrillo de cajas, bultos y paquetes que la familia ha ido acumulando durante decenios. Desde ese instante, la certera y entrañable cámara de Salmerón realiza una hondísima reflexión sobre los recuerdos, las memorias y el olvido, erigiéndose como gran protagonista la familia, mejor dicho, su incuestionable y perdurable valor.

Trasteros que revelan una intimidad desnudada, siempre de manera pudorosísima, el concierto número de 15 de Mozart (y el opus 39 de Brahms) nos va guiando y relatando en esta historia instantes sencillamente indelebles: las muelas guardadas en un bote de sacarina, la Navidad celebrada desde el mes de julio, sus tardíos desayunos, el tenedor mágico, los recuerdos políticos, un marido tan generoso como lacónico.  Reímos, lloramos, aplaudimos, recordando a grandes madres/matriarcas de la historia de nuestro cine. Qué decir de Carmina Barrios. O Felicidad Blanc, protagonista de El desencanto. O la Stella Dallas de King Vidor. O La madre de Pudovkin. O las torrenciales madres de Ford. O de Vitorio De Sica. O tantas y tantas que sería latoso enumerar.

Mujer de tres lúcidos deseos, expuestos en el título. Mujer de tres sueños satisfechos, se revela colosal cuando nos habla de la reciente crisis económica o del adiós (ese primer adiós que supuso despedirse de su alucinado simio Oscar). Hablando de la muerte, realiza un irrenunciable canto a la vida (como la reciente maravilla Coco). La devastación del paso del tiempo pasa por el tamiz de Julita como un tránsito gozoso y poco trágico. La postrera sombra que nos coagulará definitivamente el paso, su afán ansioso, es cortocircuitado por nuestra protagonista con gracejo y sal, excentricidad y desgarro, pasión y fragilidad.  Al alimón con su hijo, Gustavo Salmerón ha filmado a su amada madre a lo largo de varios años para construir una historia un documental que va mas allá de la una pastueña domesticidad y se metamorfosea en una declaración de amor a una madre, a una mujer heroica a su manera, de vitalidad contagiosa, ironía finísima y sabiduría consuetudinaria.

 

 

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