Crítica:
Público recomendado: adultos
El ambiente claustrofóbico y de animadversión se palpa en la relación de Salvador (Ricardo Darín) y Marcos (Leonardo Sbaraglia) en Nieve negra, película del director argentino, compatriota de los anteriores, Martín Hodara (La señal), que tiene también a la española Laia Costa como protagonista.
Con el estigma de haber matado en accidente a su hermano, vive en soledad Salvador (Ricardo Darín: Relatos salvajes, Delirium, Un cuento chino…) en la Patagonia. Rodeado de nieve casi todo el año y de lobos como compañeros, es el único poblador de la casa que queda donde antes vivieron su padre, que acaba de morir, y sus tres hermanos.
Uno de ellos, Marcos (Leonardo Sbaraglia: Al final del túnel, Sangre en la boca, Aire libre…) retorna al lugar para enterrar las cenizas de su padre y, también, para tratar de convencer a Salvador para que vendan la propiedad y, así, sufragar los cuantiosos gastos médicos de una hermana internada en un sanatorio mental.
Salvador se niega y el enfrentamiento con Marcos rebrota tras años de separación y se agudiza con la demanda de la esposa de este último, Laura (Laia Costa: Las pequeñas cosas, Palmeras en la nieve, Tengo ganas de ti…) quien le recuerda que la hermana enferma es de todos.
La historia, también de Hodara y Leonel D’Agostino, y a la que conviene no perder detalle (hay aspectos insignificantes que tienen trascendencia en el desenlace de la cinta y que se ven de pasada) rezuma verismo y parece estar sacada de sucesos acaecidos en poblaciones perdidas en la naturaleza, en los que la cercanía de sus pobladores es tan estrecha que se instalan en la endogamia y en actuaciones que derivan en comportamientos salvajes entre los individuos de la misma familia.
Así, los parámetros espacio-temporales de Nieve negra (¿Novela negra rural?) parecen justificar la crueldad del padre cuando (Hodara utiliza bastante las imágenes retrospectivas de la vida familiar) castiga duramente al joven Salvador y otros hechos luctuosos que ocurren en la casa.
La película está filmada con bellos encuadres de parajes naturales, una banda sonora inquietante, que le viene al pelo, y en el trabajo sobrio y convincente de los actores principales, muy bien llevado por el director argentino.
Esta buena factura cinematográfica está lastrada en el plano existencial por una visión pesimista del ser humano: parapetado en un rencor enconado que se autoalimenta, incapacitando a sus portadores para la felicidad y el perdón.