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Las maravillas del mar

Crítica:

Público recomendado: todos

Solo se protege aquello que se ama, afirmación realizada en El documental Las maravillas del mar, recién estrenado en España, nos contagia sin concesiones un reverente amor hacia el mundo oceánico.

Todo es imponencia visual en este excelente film, codirigido por Jean-Michel Cousteau, hijo del célebre oceanógrafo, y Jean-Jacques Mantello (dando una conmovedora vuelta de tuerca al imponderable El mundo del silencio, obra inmortal del patriarca de la familia). Al contemplar las espectaculares tomas submarinas de Las maravillas del mar, uno desearía que El mundo del silencio fuera algo más que el título de un documental clásico para convertirse en ineludible disposición de estilo, porque son precisamente las palabras –de Cousteau hijo, su mujer, sus compañeros de zambullida y del sideral Arnold Schwarzenegger- las que, con oportunos mensajes de reflexión antropológica ( y ecológica: ecología, en este caso, de noble moneda), trastornan el deleite contemplativo y, sin procurarlo, intoxican levemente la senda hacia la absoluta y pavorosa seducción cinematográfica.

Emprenderemos nuestro trayecto interoceánico, itinerario de las profundidades en las Islas Fiji. De allí hasta Las Bahamas, concretamente Nassau. El hijo del comandante del Calypso describe, casi con la mano maestra de su padre, los prodigios ocultos del cosmos submarino, redoblando el S.O.S. planetario para alertar sobre la honda avería de los fondos marinos. En esta singular odisea, nos toparemos con la abrumadora hermosura de los arrecifes de coral. Y pasarán por nuestras retinas toda una fascinante fauna sencillamente indeleble: vacilonas rémoras, simpáticos nudibranquios, grandiosas tortugas, estrellas cestas granuladas, almejas gigantes, cangrejos ermitaños, el camarón boxeador (tan estrictamente monógamo), peces piedra, peces payasos y peces león, este último con su “extravagante belleza” y, a la vez, en situación aciaga, de cercana extinción. Y difícilmente, sin duda, olvidaremos un apasionante apareamiento de calamares, el combate entre una langosta española y un voraz santiaguiño o la estrafalaria y cariñosa relación amistosa entre unas morenas y un camarón excesivamente bullicioso y juguetón. Y por supuesto esa coda final, donde el todo el protagonismo lo adquiere el tiburón martillo, un imperecedero gesto de gratitud animal.

Fotogramas de tinte hipnótico, nuestros ojos se abren desaforados ante la presencia de animalias microscópicas y ciclópeas, dantescas y borgianas y a una necesaria (en ocasiones, demasiado enfática) explicación de que gran parte todos nuestros grandísimos problemas dependen en gran medida de minúsculas soluciones: sin la minucia del plancton no somos nada. Menos que nada. Un indesmayable canto de amor por parte de los cineastas hacia el mar, ese espacio concreto y a la vez intangible que puede suministrar experiencias espeluznantes o acongojadas (La aventura del Poseidón, La tormenta perfectaTiburón) o bellísimas como la que comentamos.

 

Lecciones de vida

Aprendemos también que la predación (sutil, en nuestro caso) es categórica en este mundo, como en el nuestro, para la perpetuación de la especie y el éxito evolutivo. O intuimos que los tiburones son especie pacífica. Muy pachorra, en ocasiones. Que los delfines y los pulpos son los seres más inteligentes, hospitalarios e irónicos de la Creación (sobre los octópodos, la referencia a La llegada, la obra maestra de Denis Villeneuve, deviene irrevocable). O esos cactus, ya fuera del mar, también muy desviados de los manglares, aprovechan cada gota de agua que la Providencia le otorga. Y también llegamos a la conclusión de que las estrategias de apoyo mutuo entre especies son tan necesarias como las competitivas. Una ley natural verificada de ayuda mutua inconsciente entre organismos y animales, frente a la maldición de la Tierra, entendida como una masa de capitales en manos de una exigua minoría de inversores, elites financieras psicópatas que escrutan hasta el último metro cuadrado sobre el que podrían abalanzarse para obtener beneficios (memento el episodio del pelícano ciego del superlativo libertario Kropotkin que era alimentado, y bien alimentado, por otros pelícanos que le traían pescado desde 45 kilómetros).

Lucha por la vida, sí desde luego. Pero prevaleciendo al mismo tiempo, en las mismas proporciones, o tal vez mayores, el apoyo mutuo, la ayuda mutua, la protección mutua entre animales pertenecientes a la misma especie o, por lo menos, a la misma sociedad de manera que se puede examinar la sociabilidad como el factor principal de la evolución progresiva de las especies, con casos de ayuda mutua inconsciente entre los microorganismos más pequeños singularmente reveladores.

Lo mismo que Alaitz eta Maider yo también tuve un sueño. Un sueño submarino. Como el de la familia Cousteau. Un sueño de miel. Eztizko amets bat. En cierta ocasión también soné como Lorca el sueño de las manzanas, que no deja de más que otro sueño submarino. Prosiguen cantando Alaitz Telletxea y Maider Zabalegi, portentos musicales de Oyarzun. Ternura y simpleza (demostrada sobre todo en sus discos Inshala y Auskalo) en casi todas sus letras, trikitixa mediante, se esponja la transparencia de las beldades musicales: Behinola egin nun amets/betirako lokartuz/zure ametsa izan nahi bainun/ iluntasuneko lur-ur hezean. Exacto. En ciertas ocasiones uno sueña, se adormece para siempre con el deseo de permanecer en el sueño (más refulgente que la vigilia, con el permiso de Descartes), en la oscura tierra húmeda. O, sobre todo, en el fondo del mar.

 

 

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