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El otro lado de la esperanza

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: Adultos

Esta película les gustará casi con seguridad. También será, con toda probabilidad, del agrado de sus acompañantes. No han de sorprenderse si los comentarios a la salida del cine son favorables. Es posible que haya incluso unanimidad en celebrar lo conmovedor de la historia, lo acertado del enfoque, lo profundo de los personajes. Todo esto será cierto, pero quizás aquí radique la mayor debilidad de este largometraje.

¿Cómo no conmovernos con la historia de Khaled? Habría que ser un desalmado para no sufrir ni alegrarnos con las tristezas y alegrías de este joven sirio que llega a Helsinki como polizón en un carguero. El espectador no necesita saber lo que este muchacho ha dejado a sus espaldas. El horror, como diría Conrad en “El corazón de las tinieblas”, el horror. Sin embargo, no todo se ha resuelto con su huida. Busca a su hermana, que también ha escapado de Siria. La historia de Khaled se cruza con la de Wikström, que ha decidido dar un giro a una vida gris que ya no le satisface; mejor dicho, que tal vez jamás lo ha satisfecho. Este finlandés decide cambiarlo todo: rompe su matrimonio, deja su trabajo y decide abrir un restaurante de sushi. El espectador comprenderá que no cabe mayor cambio liberador que este que contempla. Khaled y Wikström compartirán, pues, el desafío de emprender vidas nuevas.

El director y guionista Aki Kaurismäki ha explicado su intención al rodar esta película: “con esta película me he esforzado en romper con la visión europea de que todos los refugiados son víctimas patéticas o emigrantes arrogantes que invaden nuestros países para quitarnos el trabajo, la mujer, la casa y el coche. La creación e imposición de prejuicios estereotipados despiertan un eco siniestro en Europa. No me importa reconocer que “El otro lado de la esperanza” es, hasta cierto punto, una película tendenciosa que intenta influir sin el menor escrúpulo en las perspectivas y opiniones de los espectadores, al mismo tiempo que manipula las emociones para conseguir su objetivo.”. Dado que el propio director lo reconoce, no añadiremos más que la constatación de que ha logrado su objetivo. Esta historia conmueve y, sin duda, muestra un rostro de los refugiados que rompe con el relato estigmatizador que, por desgracia, tanto escuchamos y vemos en nuestro continente.

Sin embargo, la intención es tan evidente que la película se hace algo previsible. Recuerda, en ciertos aspectos, a “Un cuento chino” (2011), la genial película de Sebastián Borensztein, sin tener ni su chispa ni su tensión dramática. Todo en esta película está dirigido a un fin que el espectador detecta desde el principio. Solo queda, pues, seguir al director al destino que ya nos ha anticipado. Veremos un refugiado que, como nosotros, como todos, es humano. Así reza el cartel: “Todos somos iguales, todos somos humanos”. Sería muy duro decir que condesciende al kitsch, pero uno añora algo de dramatismo y algo más allá de personajes que hemos visto en otras obras. Permítanme recordar a Driss, el inolvidable inmigrante senegalés de “Intocable” (Nakache y Toledano, 2011).

La película da lo que promete. No les defraudará.

 

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