Crítica:

Público adecuado: Adultos

Nos llega con algo de retraso este impactante drama sudafricano basado en hechos reales, y que se exhibió en el Festival de Berlín de hace más de un año.

En la Sudáfrica pre-Mandela, un guardia de una prisión de máxima seguridad comete un asesinato múltiple, por el que se enfrenta a la posibilidad de la pena de muerte. Su abogado basará su defensa en el trauma psicológico ocasionado por las atrocidades que ha presenciado en su trabajo.

El director Oliver Schmitz afronta uno de esos retos cinematográficos de los que no es fácil salir airoso: contar una historia de unos sucesos terribles, realizar un alegato en contra de la pena de muerte y a la vez ofrecer un drama judicial que mantenga el interés del espectador. Finalmente, los resultados son dispares: la plasmación de los horrores cometidos en las prisiones sudafricanas es suficientemente explícita y contundente para que el espectador acepte la parte de denuncia. El problema viene en la parte judicial de la película, rodada con nulo pulso dramático, como si se tratara de un telefilm cualquiera, a pesar de las acertadas interpretaciones de Steve Coogan y Andrea Riseborough.

Otro problema es que la película no consigue vender la idea de que el protagonista (un asesino, al fin y al cabo) es en realidad una víctima. El director recurre para ello a un maniqueísmo de trazo grueso que lo que consigue es distanciar al espectador. El ritmo cansino y el exceso de diálogos expositivos acaba de hundir la película en su último tramo.

En definitiva, Guardián y verdugo es una película que denuncia con valentía algunos temas interesantes, pero que naufraga en la forma cinematográfica, algo fundamental para que un mensaje llegue de manera eficaz al espectador.