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Caras y lugares

Caratula de ""

Crítica:

Público recomendado: todos

Agnès Varda (Cleo de 5 a 7, Sin techo ni ley y su imprescindible Los espigadores y la espigadora) recorre, donosa y entrañable, una Francia ya perdida.

Peregrina, junto a JR, artista gráfico urbano y fotógrafo, una suerte de Bansky difuso, gafapasta a ratos (gafasol casi siempre), una Francia en proceso de descomposición, tierra de los galos que ya ha dejado de existir. Van ejecutando morrocotudas y formidables performances gráficas en callejas, granjas y fachadas de casas, algunas abandonadas hace demasiado. Terrestre cuaderno de bitácora, olisqueamos sus estaciones de paso. En ese tránsito, la cineasta gala indaga sobre el presente/futuro, distopías de la intemperie y la soledad, espigadora de los desechos sociales, la necesaria tenacidad y el devenir del tiempo (primera criatura divina, recordándonos Varda que Dios nos regaló dos oídos y una boca: menos cotorreo y más escucha atenta).

Caras y lugares reflexiona sobre el cine y la vida (¿alguien puede dudar de que el cine es mejor que la vida?), el amor y el arte, siguiendo los pasos de una venerable ancianita medio ciega, con pies diminutos y el alma desbordante, que disfruta como una cría entre gente diversa y plural, narrando éstas sus apasionantes y apasionadas historias. Conmemoración de la vida coloreada de melancolía, golpea pugnaz el recuerdo del orgullo obrero, de ese ser amado donde contemplaba el mundo (Jacques Demy) o del otro genio vivo de la Nouvelle Vague, Jean-Luc Godard, a quien nuestros protagonistas van a visitar en el último trecho de la película, aunque este les proporciona un plantón sobrecogedor.

 

Explorando el desleimiento entre territorios e identidades regionales que los habitan, el atrabiliario y peculiar JR revolotea cual mariposilla efímera que busca la luz deslumbradora de Varda. Ambos nos ofrecen el recuerdo de una ausencia o el desgarrado alarido de protesta. Actos de innegociable resistencia. Vemos a una heroica mujer frente a la despoblación total del territorio. A un agricultor solitario que convive con sus tractores y sus 800 hectáreas. Y a unos ganaderos que deciden no quemar los cuernos a las cabras y no someterse, de esa manera, a la violencia que llevamos a cabo con los animales a diario, todo a cambio de fútiles rentabilidades y sobre cuyos muros de la granja imprimirán una gran foto de una cabra con cuernos. Gran instante.

 

La película de la directora francesa es un ejercicio cinéfilo muy bien apuntalado con el secreto designio de ir recuperando el tiempo irrevocablemente perdido. Pura secreción de nostalgia y vitalidad. El azar, “el mejor asistente” de Varda, se alía con la cineasta y el fotógrafo zascandil y, foto a foto, siempre en asombroso en blanco y negro, retratan a desconocidos, empapelando los pueblos y villas por los que pululan, dotando a la realidad de una belleza de la que ésta se halla tan ausente. El desasosiego se apodera de ciertos fotogramas, una zozobra hondamente poética, carnavalera, y jacarandosa, en todo momento despreciando con honor y orgullo a esa cosita malencarada llamada muerte, esa hetaira vestida de negro. Mimetizando al más grande, Michael Houllebecq, en El mapa y el territorio, Varda camina la célebre guía Michelin, nos invita a resistir y brinda pinturas hiperrealistas sobre oficios varios, aquellos trabajos que no volverán. Como tantas cosas.

 

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