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La mujer que sabía leer

Caratula de ""

Crítica:

Público apropiado: Adultos

El ejército, que trata de reprimir los intentos de levantamiento republicanos, asalta un pequeño pueblo perdido en las montañas de Provenza y se lleva a todos los varones. A pesar de su angustia, las mujeres se organizan para llevar a cabo las labores del campo, soñando en el retorno de sus hombres. Pero, tras dos largos años de total aislamiento, las esperanzas de ver regresar a los ausentes languidecen irremisiblemente. Las mujeres adquieren un compromiso entre ellas: si llega un hombre, lo compartirán para que las fecunde y la vida pueda continuar en el pueblo. Hasta que, inesperadamente, llega al pueblo un misterioso herrero, Jean, bien parecido y poco comunicador. Y el conflicto está servido.
Marine Francen, directora y coguionista, adapta el relato presuntamente autobiográfico de una maestra del pueblo, Violette Ailhaud (1835-1925), escrito en 1919, L’homme semence (‘El hombre semen’). Uno de los principales aciertos de Francen es evitar una reconstrucción histórica demasiado detallista, a pesar del realismo del vestuario y de los decorados. En ese universo patriarcal, la falta de hombres pone en serio peligro el orden económico y hasta la subsistencia, pero también el equilibro psicológico, familiar y sexual de una comunidad formada exclusivamente por mujeres. Pero lo esencial en la película es el retrato de un microcosmos femenino que decide hacer un pacto en beneficio de toda la comunidad.
La directora ha conseguido llevar a la pantalla la poesía de la historia, casi sin rozar lo que pudiera contener de erótico y sensual, y ofrece una crónica suave, lírica, apacible. Entre los principales protagonistas, Violette y Jean, brota una atracción personal en la que la sugestión de las palabras ambos se emocionan leyendo la poesía de Víctor Hugo precede a la de los cuerpos, y desemboca en una relación de enamoramiento sincero. Pero, como era de esperar, ese sentimiento, que, de por sí, pediría la exclusividad, resquebraja la armonía de las relaciones entre las mujeres del lugar.
Los personajes están tratados con precisión y delicadeza, sin dejarlos caer en meros estereotipos, sino dándoles la entidad que les corresponde en la historia. Marine Francen se acerca a cada uno de ellos, cámara al hombro, tratando de captar y expresar lo que siente en cada momento. Esto no significa que los haya dotado ni de profundidad ni, mucho menos, de calidad humana. Son personas que sienten la fuerza de la pasión, pero que son incapaces de levantar su mirada ni un ápice por encima de sus propias sensaciones. Nadie, ni en la película ni en el relato que la inspira, se trasciende a sí mismo. En el mejor de los casos, la mirada poética se desvía del deseo genital para enfocar el deseo instintivo del vientre de ser fecundado. Podría haber sido peor, podría haberse quedado en el simple morbo, pero eso no significa virtud. El enfoque queda muy por debajo del corazón y de la inteligencia.
El casting es impecable. Pauline Burlet, en un papel muy difícil, dota a su personaje de dulzura y delicadeza, sin llegar en ningún momento al almibaramiento, mientras que Alban Lenoir está sobrio y convincente. El resto del reparto merece también todos los elogios. La película es visualmente muy hermosa, con una espléndida fotografía de Alain Duplantier de los paisajes de Las Cervenas que nos llena los ojos de los cuadros de François Millet sobre la siega, por su encuadre (un acierto el formato 4/3) y por su paleta de colores.
Marine Francen deja patentes sus dotes de cineasta y la película está bien realizada, pero la historia es lo que es y no da para más. Realmente es muy poco.

 

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