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Bomb city

Caratula de "Bomb City"

Crítica

Estados Unidos sufre un cáncer. Quizá el cáncer lo sufra el mundo entero, pero Estados Unidos tiene gran parte de la enfermedad;

una tan mortífera, corrosiva, tóxica y total que lleva años, décadas, siglos… en nuestra forma de actuar, inherente al ser humano. Esa enfermedad es la violencia. ¿Es tópico decir que Estados Unidos es un país muy violento? No debería, pues que al año son asesinados con armas unas 34.000 personas, con un índice de homicidios de 35,5 por millón de habitante. El número anual de asesinatos equivale a 93 por día y entre 2009 y 2016 se contabilizaron unos 156 tiroteos masivos. El número de armas en poder de civiles suman 310 millones, lo que representa que de cada diez ciudadanos nueve están armados. ¿No producen escalofríos tales cifras? ¿No sorprende que el autoproclamado país más seguro del mundo sufra una violencia tan brutal, sobre todo hacia personas afroamericanas o cualquier etnia cuya piel conlleve un color más oscuro? La violencia en el cine siempre ha sido algo muy discutido, puesto que es un arte que llega a una población muy grande y por tanto su deber y responsabilidad es inmenso.

Marcar los límites de la ficción es esencial, así como la justificación temática y la utilidad de sus herramientas; el cine no es una herramienta de mero entrenamiento y también cumple una función social, comprometida. El cine es el vehículo con el que abrimos los ojos al espectador, con el que le hacemos pensar y sentir; el cine es arma que conlleva responsabilidad. Y el director novel Jameson Brooks conoce su poder, por ello de la realidad más dura e impotente nace su Bomb City. Cunado una obra quiere criticar la violencia solo sabes que lo ha conseguido cuando su uso, más que repeler, incomoda. Sin duda, la violencia de Bomb City duele y mucho.

La trama, inspirada en un hecho real, nos presente a una joven banda de punks que viven al margen de la sociedad con su música, su estilo de vida y sus costumbres. Pero las cosas se vuelven tensas cuando comienzan los roces con “el otro lado de la moneda”: los adinerados “niños de bien”. El nombre de la película no podría ser más acertado, porque desde su comienzo sientes la sensación de que algo está a punto de explotar: la tensión es candente, palpable y su apagada atmosfera ayudan a su cometido. El partidismo del director es obvio e incluso algunos podrían calificarlo de maniqueo… pero sería faltar a una verdad tan real como contundente: juzgamos por apariencias, no por hechos. La clásica lucha de clases, escenificada por un grupo de jóvenes que caen del lado de la contracultura contra los niños ricos “multidisciplinares”, las estrellas del deporte, los que piensas que si algo no es de marca no vale la pena mirarlo.

Brooks apuesta por mostrar que la violencia está en todos, el último resquicio de la cordura posthumanumm, es decir aquello que nos separa de nuestros ancestros nómadas y cazadores de la prehistoria. Sin duda es una ópera prima atrevida, con los errores del que quiere abarcar demasiado en un espacio limitado, pero su contundencia es irreprochable y el resultado final incuestionablemente efectivo. Una nueva muestra de la efectividad del cine independiente contemporáneo, cuyo visionado calzaría a la perfección en un díptico con Green Room (Jeremy Saulnier, 2015)

En resumen: una pieza bien contada, crítica, atrevida. La película es violenta, pero no más de lo necesario y su material posee un debate tan vivo con terrorífico: ¿por qué somos seres tan violentos en la era de la palabra y la razón?

 

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