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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

Caratula de "At Eternity's Gate"

Crítica

Tan genial como atormentado y henchido de certeza en su vocación pictórica, Julian Schnabel (Miral, la escafandra y la mariposa, Basquiat…) nos acerca a Vincent Van Gogh (1853-1890) en los últimos años de su vida. Una interpretación mayúscula de Willen Defoe (Siete hermanas, La gran muralla, Pasolini, Anticristo…) en el papel del pintor neerlandés nos lleva a considerar que su arte eclosionó en un tiempo en el que fue incomprendido por sus coetáneos y que estaba llamando a las puertas de la eternidad.

Era 1866 y, aceptando la sugerencia de Paul Gauguin (Oscar Isaac: Aniquilación, La promesa, Atrapados…), al que le unió una gran amistad, se muda del frío clima de París a Arlés (sur de Francia) donde encontrará la luz y empezará a pintar compulsivamente, como una necesidad imperiosa que salía de sus entrañas. En este sentido, dirá a su hermano Theo —quien le mantenía económica y emocionalmente— y a los escasos amigos que si “no pintase, podría hacer cualquier cosa, hasta asesinar”. Su pasión por retratar la belleza que veía en la naturaleza no tenía parangón con cualquier otra actividad. En aquel entorno, no le cabía ninguna duda de que “la existencia no puede carecer de razones”, contestando a quienes sostenían argumentos sobre el sinsentido de la vida.

En el filme de Schnabel reconocemos a un artista creyente que alababa compulsivamente a Dios por lo creado. Hijo de un pastor protestante, Van Gogh había estudiado en 1876 los Evangelios y era asiduo a La imitación de Cristo, de Tomás Kempis. Esa faceta religiosa, que vivía sin concreción ritual, no la abandonó nunca. Buena muestra de ello es la conversación que mantiene con el sacerdote católico (Mads Mikkelsen: Ártico, La caza, Un asunto real…) y director del centro donde estuvo internado por una de sus crisis nerviosas, donde se muestra conocedor de Jesucristo en las Escrituras protestantes, que le lleva a decir que también Jesús fue un incomprendido en su tiempo, como era su caso, pues sentía que había “nacido en una época equivocada” que no comprendía su arte.

Con el guion de Jean-Claude Carrière, Louise Kugelberg y del propio Julian Schnabel, Willen Defoe trasparente en su rostro toda la psicología compleja del artista holandés, en sus momentos de exaltación y en los que bajaba a los “infiernos” cuando afirmaba que tenía visiones de un espíritu que le perseguía, o cuando perdía la consciencia y podía cometer tropelías (su muerte, por un tiro en el estómago, desconocía si se la había provocado él mismo o unos jóvenes del lugar).

Schnabel ha sabido plasmar el paroxismo de Van Gogh utilizando la cámara al hombro y encuadres a veces, tan sugerentes como imposibles (el de las botas del artista de perfil), al tiempo que nos lleva a la belleza de la campiña francesa en planos generales memorables. En esto ha contado con la fotografía espléndida de Benoît Delhomme y con una banda sonora recurrente de piano de Tatiana Lisovkaia.

Van Gogh, a las puertas de la eternidad es un filme para recrearse en un artista que cambió el rumbo de la pintura, aunque pago un alto precio con las críticas en su tiempo. Pero su generosidad y su certeza absoluta de vivir la vocación a fondo, dada por Dios, era para lo que había nacido y, por tanto, el sentido de su vida.

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