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Jessica Jones (2ª temporada)

Crítica

La superheroína de la Marvel Jessica Jones (2015-2019) tiene ya dos temporadas y está a punto de tener una tercera. Interpretada por Krysten Ritter, la actriz que un día interpretó a Jane Margolis, la novia heroinómana de Jesse Pinkman en la imborrable Breaking Bad (2008-2013), esta hiper-mujer desbanca a lo grande a los demás intentos de Netflix de llevar teleseries de superhéroes a nuestras casas: Daredevil (2015-), Lucke Cage (2016-) o Iron Fist (2017-).

En la primera temporada, la detective Jessica Jones encajaba a la perfección en el estereotipo de una antiheroína posmoderna mezclado con el del típico detective masculino del cine negro americano al más puro estilo Mike Hammer (1984-1989). Jessica es un personaje cargado de tiniebla, de traumas por resolver, víctima del noctambulismo así como del alcoholismo y del sexo casual, que se convertían en una especie de automedicación para combatir una endémica ansiedad de caballo provocada por sus mil conflictos por resolver: violaciones, abusos, superpoderes, asesinatos, una madrastra tremendamente manipuladora y posesiva –la mítica Rebecca de Mornay unos años más tarde-, y muchos otras cosas que solo se insinúan.

Sin embargo, en la medida en que la trama permite ir desenroscando al personaje y darle tiempo y espacio para afrontar sus problemas vitales, la segunda temporada pierde esa ubicua y tétrica oscuridad, trascendiendo esa noche del alma neoyorquina, para que la protagonista inicie su proceso de redención. Es por eso que la segunda entrega de la teleserie no requiere de un malvado supervillano, como era el caso de Kilgrave en la primera, que conseguía dominar la voluntad de toda la ciudad desde su psicopatía sin fronteras. Basta con el magistral trabajo de Ritter, esta actriz de melena azabache, belleza pálida y perfil hipnótico, para seguir con avidez la evolución del personaje a través de los trece episodios de la segunda entrega.

La propietaria de la agencia de investigación Alias, siempre magullada corporal y espiritualmente, vestida con los mismos tejanos ajustados y su chupa cruzada de cuero negra, se convierte así en la protagonista de una odisea posmoderna, cuyo viaje la va a llevar tanto a un descubrimiento como a una mayor aceptación de sí misma. Desde una Jessica huraña, rocosa e impenetrable, vamos a asistir al nacimiento de una mujer más humana, sensible y afectiva, que así va a conseguir canalizar sus poderes sin vivir la oposición entre la justicia y su vida personal. Y todo eso va a suceder de la mano de una clarificación de su historia personal, del vínculo con su madre biológica a la que perdió en un accidente de tráfico en su adolescencia y de la relación con el médico que la convirtió en esa especie de atractiva Frankenstein que es. De hecho, incluso va a dejar de vivir su sexualidad como un deporte de contacto para pasar a integrarla dentro de una relación amorosa.

Acompañándole en el viaje tenemos a su rubia, entrometida y famosa hermanastra Trish Walker, a su ayudante exyonqui Malcolm Ducasse y a la inteligentísima y maquiavélica abogada lesbiana y de altísimos vuelos Jeri Hogarth, interpretada magistralmente por una madura Carrie-Anne Moss –sí, sí, la Trinity de Matrix (1999)- que es la única capaz de disputar el magnetismo de la pantalla con sus miradas de un gélido azul y sus maquinaciones siempre egoístas.

En suma, ficción televisiva para adultos y predominantemente femenina que evoluciona favorablemente. De ser la primera temporada una entronización ideológica de la super-heroína víctima y verdugo del hetero-patriarcado, en la segunda nos encontramos con una mujer con poderes pero frágil que, vivencia tras vivencia, se va a ir reconectando con su condición femenina -se va a ir empoderando- a través del redescubrimiento de sus vínculos constitutivos.

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