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Steve Bannon, el gran manipulador

Caratula de ""

Crítica

Público recomendado: Adultos

Agosto, 2017, manifestación de los supremacistas blancos Unite the Right, Charlottesville. Un fallecido y más de treinta heridos. Ambas partes tenían razón, en críptica afirmación de Trump. Steve Bannon, poco después, deserta del gobierno yanqui recién llegado a la Casa Blanca. Pésimo karma, por el Ala Oeste. Inicia, entonces, un correteo para ir conglomerando movimientos de derechas en todo el mundo. Un año de ruta descrito por este formidable documental, impecable en fluidez, ensambladura y empaque narrativo. Alison Klayman, factótum del lustroso y turbulento Ai Weiwei, Never Sorry, pretende un esfuerzo por desenmascarar a Steve Bannon, antiguo chambelán de estrategia del presidente americano, para acabar revelándonos que no es un genio inicuo, tan solo un mercader con bastante gracia. Tal vez, venda mercancía averiada. Demasiado facilona, difusa y polisémica.

Personaje fascinante donde los haya, la película arranca rememorando Auschwitz. La perfecta y acrisolada industria de la muerte. Se gestó y se puso en práctica en nuestra hipermoderna y distópica sociedad tecnoindustrial, en una cenital etapa de nuestra civilización y en un momento eminente de nuestra cultura. La documentalista americana establece una absurda analogía entre el ayer y el hoy. La sobada banalidad del mal arendtiana. En ese sentido, el Tercer Reich y los movimientos acaudillados por Bannon, remotamente similares. Más bien, opuestos. Carburantes, el odio y la ira. O la profunda indignación ante el apabullante poder de “una élite que se siente cómoda gestionando los declives”. Un tipo curioso, Bannon, que no duda en reconocer que “si las personas saben que estás luchando por hacer su país grande otra vez y te concentras en un puñado de mensajes, no les importará nada más”. Simplificación de la complejidad de la vida y la realidad. Y de la subjetividad con que ambas son filtradas por cada uno de nosotros. Acto seguido, tras la desvariada tesis sobre los males banales, da comienzo la chiripitifláutica gira. Nigel Farage y el Brexit, teloneros. Tras ellos, el líder de la Agrupación Nacional francés, antiguo Frente Nacional, Jérôme Rivière. Histriones del presidente húngaro, Viktor Orban. Y la confusísima amalgama, sobreactuada, de la Alt Right, dizque derecha alternativa, pululando por todo el metraje. Las diferencias entre ellos, insondables. La gran semejanza, eso sí, una perenne preocupación por una inmigración que está mutando demográfica y culturalmente el orbe occidental, sobre todo a través de su arma letal e irrevocable: islamización. Eurabia, en ciernes. Londres, recorrido en el film, ni asomo de lo que fue antaño. La ligadura axial de todos ellos: detonar el instrumento que todo lo estimula: la Unión Europea, prosaica polichinela de George Soros, enmascarándose tras el feroz y feraz odio al magnate judío, tal vez, el paranoico, perturbador y obsesivo antijudaísmo multisecular.

Steve Bannon se describe a sí mismo como nacionalista económico, censurando el capitalismo de amiguetes, la economía austríaca, Hayek y cía, y el capitalismo objetivista de la superlativa Ayn Rand, presunto ente cosificador de las personas. Esencialmente, Bannon es un libertario patriota, valga el fingido oxímoron. Un equívoco anarcap, en jerigonza cool. El libanés Nassim Nicholas Taleb, los penetrantes blogueros neorreaccionarios Curtis Yarvin y Milo Yiannopoulos y Michael Anton han sido punteados como cuatro de los primordiales ascendientes en el pensamiento político de Steve Bannon. También es un devoto admirador de Abrahan Lincoln, citado y retratado incansablemente. Modelo poco fiable, por otra parte, con sus tormentos morales: prolongó unos días la guerra civil a cambio de lograr la abolición de la esclavitud. Bannon es un batiburrillo de influjos, sin duda. El documental los va espolvoreando. Edmund Burke, tal vez Julius Evola, escritor italiano consanguíneo al nazismo del siglo XX que influyó en el fascismo italiano de Benito Mussolini y originó la Escuela Tradicionalista. En definitiva, en genial definición de Jason Horowitz nos hallamos, en Évola y Bannon, ante “una visión del mundo que cree que el progreso y la igualdad son ilusiones venenosas”.

Rebosante de agudos hallazgos (el súbito aparecer de una espontánea, la porfiada entrevista del redactor de The Guardian, las fotográficas rosas entre dos espinas, sus perpetuos buchitos de Red Bull, su elocuencia radiofónica…), el documental de Klayman nos plantea, al fin y a la postre una disyuntiva infranqueable: el remedio se intuye aun peor que la enfermedad, ya de por sí honda, de nuestras putrefactas sociedades contemporáneas.

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